viernes, 21 de noviembre de 2008

"Europa federal: Un proyecto de integración política". Por Josu Jon Imaz (3ª parte)

El centro, el este y el sudeste de Europa es un complicado rompecabezas. El avance cultural y poblacional germánico, prusiano, en los siglos XVI al XIX, deja poblaciones eslavas incrustadas en medios germánicos. Es el caso por ejemplo de los “sorabes”, minoría eslava que actualmente vive como enclave en medio del land alemán de Magdeburgo. La dominación turca de siglos deja poblaciones urbanas (administración y sector servicios diríamos hoy) islamizadas. Son los Sarajevo, Gorazde, Tuzla o Mostar actuales, rodeados de entorno rural serbio en el caso de los tres primeros o croata en el caso de Mostar. Los serbios desplazados a luchar a la frontera, conforman los Banja Lunka (Bosnia) o la Krajina (Croacia) actuales. La disolución del Imperio Austro-Húngaro tras perder la Gran Guerra de 1914, castiga a Hungría desposeyéndola de partes de población húngara, que pasan a Eslovaquia, Serbia (la actual Vojvodina) o Rumania, países ganadores de la guerra, generando el problema de las minorías húngaras.

Hace todavía dos años el problema de la nacionalización de los casi cuatro millones de húngaros fuera de sus fronteras ha dividido a la población de la República de Hungría. El problema sigue todavía muy vivo. A su vez, en los últimos siglos las poblaciones colonizadoras venecianas de Istria y Dalmacia, en la costa adriática, son desplazadas por el avance eslavo hacia la costa, generando el actual problema de minorías italianas en Eslovenia y Croacia. En definitiva, cada conflicto actual, potencial o real, tiene una raíz histórica inadecuadamente resuelta. La solución a los mismos no son procesos de creación de nuevos estados-nación clásicos que abren nuevos frentes de conflicto. La solución pasa por la integración política europea.

El Estado-nación, que es la estructura política que ha estado asociada a la revolución industrial y a la era moderna, está sufriendo una crisis. Realidades heterogéneas fueron unidas por la conquista o el matrimonio, homogeneizadas culturalmente a través de la imprenta y el poder, y los pueblos englobados en estas estructuras fueron en muchos casos subyugados. El Estado se adaptaba al mundo económico diseñado como consecuencia de la revolución industrial.

Pero cada tecnología tiene su estructura política y la realidad que nos toca vivir constituye un punto de inflexión en la historia. Algunos analistas consideran que sólo han existido dos revoluciones tecnológicas en la historia de la humanidad, equiparables en sus consecuencias político-económicas y socioculturales a esta revolución de las tecnologías de la información en la que estamos inmersos. La primera de ellas fue la del Neolítico que, con la incorporación de las tecnologías agrícolas y ganaderas, transformó un ser humano recolector y cazador en otro agricultor y ganadero. De una cultura nómada, forzada por los modos de obtención de alimentos, se pasó a una cultura sedentaria, y los excedentes alimenticios provocaron la creación de actividades no directamente productivas, dando con todo ello paso a la nueva forma de organización social que fue la ciudad.

Entre los siglos XVI y XIX se produce la segunda gran revolución, en la que la máquina de vapor da origen a la industrialización, la cual no hubiera sido posible sin el desarrollo previo de la imprenta y el avance del conocimiento. Y con todo ello, las grandes producciones, los mercados más amplios y la uniformización cultural y lingüística van forjando el Estado nación como estructura política. En este proceso los vascos perdemos como pueblo nuestra capacidad de tener soberanía propia, al no poder acceder a la estructura de los Estados que se conforman en este período.

Y hemos llegado al siglo XXI, el siglo de la tercera gran revolución tecnológica, al Tercer Entorno, en terminología del profesor Javier Echevarria, autor de Telepolis. Las tecnologías de la información están modificando cualitativamente las sociedades y sus redes de relación. Su incidencia está siendo y será como mínimo equivalente a las otras dos grandes revoluciones mencionadas. Algunas de las características más significativas de la época actual tienen que ver con la extraordinaria capacidad de almacenar información, la inmediatez para transmitirla de un lugar a otro del globo, y la posibilidad ilimitada de acceder a ella y extenderla desde y hacia cualquier persona y/o comunidad, independientemente de su tamaño. Sería ingenuo pensar que esta sociedad de la información o del conocimiento, como se ha dado en llamarla, vaya a mantener inmutables sus estructuras políticas y sus formas de organización. Lo escribió Alvin Toffler en 1994: “Somos la última generación de una antigua civilización y la primera de una nueva civilización”.

Las consecuencias de la revolución tecnológica son palpables en la economía, en el fenómeno conocido como globalización. Sus manifestación más visible es la movilidad: movilidad de productos, movilidad de servicios de muy diverso género (financiero, tecnológico, jurídico...) y movilidad de capitales, con la información como fondo de las transacciones inmediatas entre diferentes partes del globo. Nadie puede ignorar o cerrarse a este flujo de información. Algunos Estados lo han intentado por razones políticas o de mantenimiento de regímenes totalitarios. Sin embargo, el desarrollo económico pasa necesariamente por la apertura a los flujos de información y, una vez abierta la vía, la cultura y las ideologías circulan por ella al igual que las transacciones comerciales.

Expertos mundiales en prospectiva coinciden en que la información está erosionando y transformando el Estado nación clásico como estructura política. Mercados más amplios exigen estructuras supraestatales, en la medida en la que la regulación de un mercado conlleva ámbitos de decisión en aspectos medioambientales, sociales, fiscales e incluso monetarios. Se diría que las estructuras rígidas --y los Estados-nación al estilo del siglo XIX lo son-- llevan consigo el anacronismo de ser demasiado grandes para abordar los temas pequeños y demasiado pequeños para resolver los problemas de mayor envergadura.

Precisamente esto es lo que básicamente está empujando a la creación de espacios "regionalizados" en el mundo desarrollado, cuyos ejemplos son la Unión Europea, Mercosur, el Tratado de Libre Comercio americano y ASEAN. Alguno de ellos, como la Unión Europea, adquiere ya caracteres de estructura política macro-estatal, con un mercado interior consolidado, una moneda única, ámbitos de desarrollo de un espacio policial y judicial e, incluso, una seguridad común incipiente.

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